martes, 17 de diciembre de 2013

ESTAMPAS CON HISTORIA Un poeta-cazador en Los Villares: José Moreno Castello (1841-1901).

El pueblo de Los Villares siempre tuvo para las gentes de la capital especial atractivo en razón a las condiciones naturales de su término y la belleza de su paisaje. Por eso han sido muchos los giennenses ilustres que llegaron a ser vecinos temporales del pueblo, del que luego dejaron elogiosas impresiones en sus obras. Uno de estos personajes fue el poeta y catedrático D. José Moreno Castelló que pasó largas temporadas en una casería de su propiedad y que por su afición a la caza recorrió, una y otra vez, todo el término municipal recogiendo una serie de vivencias que más tarde afloran con calor en su obra, en la que reiteradamente cita el nombre de Los Villares con emocionada nostalgia. José Moreno Castelló había nacido en Sanlúcar de Barrameda el 9 de febrero de 1841, pero a causa de un destino de su padre vino a Jaén con seis años y aquí residió durante toda su vida, salvo un año que pasó en Hinojares, donde su padre ejerció como secretario del Ayuntamiento. Tras sus estudios de bachillerato en el Instituto Provincial, marchó a Madrid, estudiando en la Universidad Central la carrera de Filosofía y Letras, de la que se licenció y doctoró en la Universidad de Granada. Luego fue profesor de Psicología en el Instituto de Jaén, donde ganó la cátedra de Lógica y Filosofía Moral. El 3 de septiembre de 1868 casó con Da Ma del Dulcenombre García Anguita, de familia acomodada y distinguida en la sociedad giennense. Alcanzó una desahogada posición, lo que le permitió atender a sus muchas inquietudes. Colaboró asiduamente en la prensa de Jaén, Cádiz, Granada, Madrid, Oviedo, Salamanca y Sevilla, firmando en ocasiones con el seudónimo de “El Aprendiz”. En 1879 publicó sus “Tratados de Psicología” y en 1885 unos “Principios de Lógica” y “Principios de Ética”. Tuvo varios intentos como autor teatral y fue muy prolífica su obra poética, publicando varios poemarios: “Pensamiento y Armonías” (1885), “Bromas Ligeras” (1885), “Versos y lágrimas” (1894), “Mis Dolorosas” (1895), “Hojas de Sauce” (1896) y “Flores de Otoño” (1900). En Jaén ocupó numerosos cargos públicos: fue concejal, miembro destacado de la Comisión de Monumentos y fundador en1874 del Ateneo. Formó parte de la Academia Dantesca de Nápoles; de la Academia Sevillana de Buenas Letras; de la Sociedad Cervantina Española y de la Academia de Ciencias y Letras de Cádiz. Falleció en Jaén el 12 de noviembre de 1901. La muerte de su esposa en 25 de agosto de 1893, le sumió en melancolía depresión. Al no tener hijos, la tristeza y la soledad le ganaban con frecuencia. Para distraerse pasaba temporadas en una casería de Los Villares, lo que le permitía dedicarse a unade sus grandes pasiones: la caza. Y con el mismo objetivo escribió dos libros encantadores, que hoy son auténticas joyas en la literatura cinegética española. Se titulan “MiI CUARTO A ESPADAS SOBRE ASUNTOS DE CAZA”, publicado en 1898 y “EL CAMPO Y LA CAZA”, editado en 1900. En ambos libros Moreno Castelló recoge muchos recuerdos de sus estancias en Los Villares y sus partidas de caza por los alrededores, recuerdos que entremezcla con evocadores elogios al paisaje y a la laboriosidad de sus gentes. En el primero de ellos narra las hazañas de un villariego llamado Justo, hombre que gozó de gran fama como “escopeta negra”, o montero asalariado en las expediciones de montería que se organizaban por la buena sociedad de Arjona y Andújar, en las que acompañó en ocasiones como “secretario” al insigne montero y eminente militar general D. Pedro Morales Prieto. Otro capítulo de sabrosa lectura es el que dedica a narrar sus andanzas por los escabrosos parajes próximos al Puerto de la Olla, donde cazó un tejón y dos zorras y de sumo interés son las páginas que dedica a narrar la arriesgada caza del lobo, común entonces en Los Villares, con la que algunos esforzados “alimañeros” conseguían unos reales para reforzar la depauperada economía familiar. Del libro “El campo y la caza” hemos de destacar el capítulo VIII, en que tras hacer unas emotivas y atinadas consideraciones sobre el ambiente rural de Los Villares, escribe un castizo “Elogio del Gazpacho” donde cuenta con detalle y minuciosidad como preparaba el suculento y delicioso gazpacho cuando la fatiga y la fuerza del sol veraniego le obligaban a interrumpir sus partidas de caza y con que deleitosa fruición lo consumía, mientras recreaba la visa y el espíritu en la contemplación del paisaje villariego del que se manifiesta como encendido cantor. No es del caso reproducir aquí las páginas que D. José Moreno Castelló dedicó al pueblo, pero como muestra y ejemplo tomamos un fragmento del capítulo VI del libro “Mi cuarto a espadas sobre asuntos de caza” que sobra y basta para que formemos un juicio aproximado. Dice así: “... Permítame, lector bondadoso, que una vez más te hable de la pintoresca Villa, cuyo nombre te he dado a conocer en el transcurso de estas mis insulsas narraciones. Llámase “Los Villares”, y asentada como en el fondo de una inmensa caldera, aparece rodeada de gigantes eminencias, siendo la principal de ellas el cerro nombrado La Pandera, que al ser de la Villa, se alza majestuoso, sirviendo de asiento a las nubes apiñadas, que en los meses de invierno ruedan por su falda o descansan coronando su alta cima, blanqueada de ordinario por la nieve. A su pie nace el río, que con bastante razón lleva el sobrenombre de frío. Allí se alumbran las finas, transparentes y fresquísimas aguas, que antes de llegar al pueblo, alimentan tres o cuatro molinos, y siendo escaso su caudal, lleva rumor muy grande al correr por un cauce estrecho, pendiente y en muchos puntos sembrado de peñascos. Allí en las estribaciones que se inclinan al oeste, hay sitios para mí de gratísimos, imborrables recuerdos. Allí se hallan “Los Espinares”, “La Mimbre”, “El Peralejo” y “El Aprisco”, terrenos de labor salpicados con algunas manchas de monte, que yo he recorrido muchas veces durante los meses de calor; en busca de las codornices, que en tiempos de mayor fortuna, en gran número acudían y veraneaban en aquellos frescos lugares. ¡Oh delicioso gazpacho comido y bebido al mediar el día, cabe la fuentecilla del Aprisco, del Peralejo o de la Mimbre! Perdóname, lector bondadoso, que yo me eclipse y pierda en esta evocación mis recuerdos. Habrás de saber, que la villa de mi historia, tiene hijos para todo lo que se ofrezca en el mundo. Allí vive un hombre que es entendido en la poda de árboles, y cuando le han llevado alguna vez para que ejerciera su oficio a una extensa alameda de altísimos chopos, ha tenido lahabilidosa costumbre de subir a lo alto del que halló más a mano, y no ha vuelto a tocar al suelo hasta que descendió por el tronco del último. Se ha dado el caso de mediar dos o tres varas entre uno y otro árbol, y entonces, subió mi hombre a los más alto del flexible tronco, se ha balanceado airosamente a doce o quince metros de elevación, y desprendiéndose a tiempo del uno, quedó abrazado al otro, con la envidiable agilidad de un mono. Allí habita un despierto campesino, que suele recorrer algunos cortijos del término, preguntando por garbanzos cuando necesita y quiere comprar lechones, por ejemplo, o pregunta por trigo si va en busca de habas. ¿No entiendes, hábil lector, en que consiste el rasgo de sutilísimo ingenio? Pues ya le ofrecerán lo que él solicita sin decirlo, y cuando llegue la oferta despreciará el género y logrará comprarlo con una grande rebaja y haciéndose de rogar. Allí ha muchos y buenos cazadores, de piernas de acero, ojo de lince y pulmones de cuerpo entero, que andan, corren y saltan por donde solo las cabras lo hacen a diario. Y allí, finalmente, vivía hace veinte o más años un hombre rústico, cuya especialidad consistía en la caza de lobeznos. Yo recuerdo aquel tiempo en que los ayuntamientos tenían capítulo en sus presupuestos para pagar la extinción de animales dañinos. Yo recuerdo haber visto, llevadas por unos hombres, camadas de lobeznos, y aquellos hombres iban recorriendo las casas de campo y visitando a los ganaderos, de los cuales recibían la dádiva de algún dinero. Después remataban la peregrinación en el ayuntamiento del pueblo, y si no me es infiel la memoria, recibían diez reales por cada animal, y allí una vez pagado éste, le era cortada una oreja, para que no pudiera ser presentado de nuevo ... El texto recogido es buena muestra del resto de la obra y manifiesta el afecto que el poeta Moreno Castelló sintió por Los Villares y el atractivo que para él tuvo este paisaje que sirvió de cobijo a muchos de sus momentos de ocio y descanso y de telón de fondo a los que son sin duda sus dos libros más bellos.


Nº14
Curso 99/00
Manuel López Pérez
Cronista Oficial de Los Villares

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